miércoles, 15 de agosto de 2007

Mi abuela

Hace muchos años que no me llevo bien con mi abuela.

Creo que el gran choque fue a raíz de un verano - el primero que pasé (casi) sólo en casa -, en que por defender a un amigo y mi libertad adolescente acabamos tirándonos platos. Mis padres regresaron al poco, claro, y mi enfado se focalizó oficialmente en que les hubiese arruinado el viaje. Obviamente esta no era la razón; yo sentía mi orgullo herido y que de algún modo me habían vencido haciendo trampas.

No obstante esto abrió me la puerta a un nuevo enfoque; a observar más templado cual era la naturaleza de las relaciones en el seno de mi familia...

El padre de mi madre - su marido - había muerto cuando yo tenía dos años. Mi abuela había sido siempre una persona débil; una proletaria con aires de gran señora, con perfil vaporoso y acentuado orgullo - como pasa con las personas vulgares - en aquello que le definiese, doquiera (véase, para el caso, la sangre vasca).

Plantada no tanto en la religión como en la fuerza de los conformismos y formalismos, de las costumbres, si tuvo una hija no fue para enseñarle - y gracias - mas para definir el contraste cuando se hizo patente que la niña prefería los libros a ser diáfana; perdonandole hasta casada no ser más que la hija del cisne, el patito feo...

Muerto mi abuelo no quedó más que ganar más partidas, que seguir machacando cuando no queda ni belleza, ni cariño; ni el saber que debiere dotar la edad, la cultura que no tuviese.

Mi padre le fue mostrando a mi madre hasta qué punto era una persona formidable, abriendo rápido las puertas que le cerrasen, porque nunca es tarde... Y sin embargo se extendió la sombra, porque la némesis sigue guerreando aún enterrada.

Pasó muchos años de mi niñez llegando a ellos, abriendo brecha, a través de mí. Mediante regalos, para presentarse, haciendose un hueco desde el que atacar, desgastando el retazo de paz, de comprensión, de armonía y crecimientos tejida con esmero, con libros, con caricias.

Llegó a Valencia del mismo modo, para echar pestes y establecerse. Repitiéndo despacio lo deprimida, lo deprimente. Si calor, si frío, si ruido.., si Bilbao.

Así ha ido envejeciendo, y nosotros con el tiempo aprendiendo a superarla. Mi padre y yo en frente común para que su victimismo no alcanzase a mi madre, para que no retomase esa capacidad que recién en los 60 le daba el poder de empequeñacerla hasta lo inverosímil, de perdonarle - y no - natividad, o la crueldad de que se sienten protagonistas las personas demasiado buenas, demasiado empáticas; como quien tiene sólo la mitad hermosa de la inteligencia emocional.

Hoy sin embargo, desde hace un mes y medio, mi abuela ha encontrado su lanza de Pandora.
Sin saberse aún a ciencia cierta si arteoesclerosis o demencia senil (el señor alemán), la lucidez que le queda está enfocada en aprovechar la jubilación de mi padre, meterse en su casa y recibir cuidados de la hija y el nuero hasta la muerte, como la última estocada de un espadachín brillante. No dejándose llevar, sino llevando como siempre, imponiendo y amargando; poniendo el dedo en la llaga. Este influjo, del que mi madre es víctima irremediable, tiene el arreglo de los necios, y temo que aún sin cumplirse así descrito, logrará marcar para siempre lo que siente mi madre, esa guerra en la que primero mi padre y luego él y yo apenas si logramos mantener el fuerte.

Aún muerta, seguirá matando; poniendo el dedo en la llaga, llenándose la boca de mierda.
Y yo igual, en este, el peor momento. Debo llevarlo en la sangre, y hoy hirviendo.